jueves, noviembre 22, 2007

No fue un trabajo cualquiera


Por: Hugo Supo

Debió tener catorce o quince años en aquel tiempo. Recibir dinero en efectivo en sus anteriores vacaciones por unos trabajos caseros en casa de un conocido, le habían provocado un apetito insaciable de buscar un empleo en ese verano. El dinero le provocaba sentirse independiente, más de lo que ya era a su corta edad.

Y debió ser finales de enero cuando estuvo a punto de convencerse que ningún empleo temporal que se ofrece en los pizarrines de las polvorientas calles de Juliaca, le convenía a aventurarse. Si allí mismo, frente al viejo hotel Arce.

Cada día regresaba al mismo lugar, y leía los mismos avisos, en las mismas líneas escritas con tiza mojada. Se necesita ayudante de “combi”, decía uno de ellos, pero para lamentar de su suerte, se demandaba a una jovencita.

Se necesita un ayudante para taller de motocicletas, decía otro, pero, tampoco encajaba por su ignorancia en esas cuestiones. Se necesita un ayudante de cocina, decía un tercer aviso, y entonces, dijo que quizás era tiempo de aventurarse en ese restaurante de apariencia barata.

El jovenzuelo anotó la dirección en su brazo derecho, cerciorándose que ésta no se borre, escribió cuidadosamente con lapicero sin tinta, y grabó los datos con marcas dejadas en su morena piel. Luego se encaminó.

La paga no era mucha, se sintió algo decepcionado, empero, aceptó aventurarse – aunque sea por ese único día- en aquella cocina humedecida por el agua que no dejaba de correr por un caño averiado en un rincón de la casa.

Habrían dado las nueve de la mañana de ese miércoles, cuando empezó el ajetreo. Un cocinero al que debía ayudarle, también fue contratado minutos después que nuestro protagonista. Ambos recibieron órdenes de su nueva jefa para hacer un trabajo impecable para ese almuerzo.

La cocina y sus quehaceres le resultaron muy alejados de su realidad, al chiquillo. Mamá siempre le había enseñado a comportarse en esas esferas, pero, esa vez, era diferente, estaba entre lo nervioso y mortificado por haber descubierto su ineptitud con los cucharones.

Por poner un ejemplo, le tocó licuar rocoto para mesa, pero éste, sin mayor remordimiento con los comensales, echó a perder la salsa del ají de gallina que se iba a servir en el almuerzo, mezclándolo con su picante potaje.

- ¡Qué has hecho niño tonto!, le dijo la dueña del restaurante.
- Perdón, fue lo único que le quedó decir.

Creo que fue desde ese momento, que empezó a contar los minutos y horas para que la frustrante jornada concluya. Mientras hacia tareas adiciones sin importancia, como limpiar mesas y lavar platos, levantaba la mirada hacia el único reloj de pared que había en la cocina, como pidiéndole que se apresure en dar vueltas. El día transcurría lento.

Y así fue pasando la tarde y la noche: aletargado y con mayores frustraciones. Luego sirvieron también algunos platos “extra” a media tarde, y cena a partir de las seis de la tarde.

Eran las diez de la noche, cuando le tocó retirarse. Quiso decir – para excusarse- que nunca más regresaría, que no le gustó, que estaba disconforme con la paga, que la hija de la dueña parecía coquetearle, y hasta que debía salir a un viaje de urgencia. Pero, no dijo nada.

Se despidió con un hasta mañana, eso si, claro, pensando en no regresar más, pidió un pequeño adelanto de dinero, que por cierto, apenas alcanzó para pagar el pasaje de regreso a casa.

Luego, caminando cerca de la casa de sus padres, pensó en su aventura, se miró las manos, y luego regresó la vista para echar un vistazo, como si el pasado se hubiera quedado allí. Volvió a sonreír, y desde entonces pensó en escribir su aventura.

- Quizás me resulte como periodista, se dijo.