viernes, agosto 10, 2007

La fuga al infinito


Por. Hugo Supo

Ella sabía que lo que se proponía, podría complicarle la vida. Lo pensó por quinta vez aquella tarde, y ratificó su decisión. Tomó el bolso verde claro que le regaló su más intima amiga en su cumpleaños número diez y siete – hace ocho meses, antes de su fuga- y se puso en marcha.

Carla vestía un pantalón negro– como hace años han acostumbrado las mujeres en el Perú-, una casaca jean, zapatillas, su cabello iba sujetado con un moño. Era hija única en la familia Coayla, y aunque siempre tuvo comodidades, constantemente se quejaba de ausencia de afecto en su vida.

Aquella tarde, en medio del nerviosismo y la emoción que le hacia transpirar adrenalina, salió de casa y se encaminó. Se fue sin mirar atrás, no llevó consigo ropas y otras cosas, que más que ayudarla en ese momento le hubieran estorbado.

Al final de la calle, un muchacho la esperaba con una cara que simulaba firmeza, pero que escondía una rara combinación de miedo, emoción y nerviosismo. Aunque Jorge ya tenía 21 años, nunca pensó en aventurarse de esa forma.

Ambos se propusieron volar en sus propias libertades, quisieron huir, para desencadenar sus pasiones. Él le tomó de la mano a ella, y transitaron con prisa, se notaba que casi corrían por las esquinas cercanas al Terminal Terrestre, allá por la descuidada avenida Simón Bolívar.

Minutos más tarde, estando en el terminal de buses, ella tenía cierto pánico de persecución. Podría ser cualquiera de las decenas de personas que estaban allí, papá podría haberse despertado de su siesta, y habría podido contratar a alguien para que la llevara de vuelta a casa. Carla pensaba en eso, mientras recordaba lo sucedido con su prima Ana, a quien hace algunos años, la retuvieron por la fuerza y la obligaron a casarse con un vecino suyo.

Mientras tanto, Jorge se apresuró en comprar los pasajes a Arequipa, dictó nombres falsos y se cercioró que nadie dudara de sus identidades. Tomó los boletos, se los puso al bolsillo del pantalón, y caminó a pagar el derecho de embarque. Hacia eso, cuando en su mente aparecían imágenes de papá, de mamá, de su hermana mayor –quien siempre confió en él-, quiso por un momento suspender todo, regresar y ver la televisión, como cuando era menor, pero ya era tarde. Su cuerpo hacia lo que su mente no pensaba.

Jorge regresó donde Carla, la abrazó, le dio un beso en la frente.

- Sólo debemos esperar, le dijo, mientras ella suspiraba sin pronunciar verbo alguno.

Dieron en el reloj las ocho de la noche de ese lunes que nadie podrá olvidar, y en el altoparlante del terminal anunciaron la salida del bus. Se miraron nuevamente, como preguntándose en silencio si en verdad querían hacerlo. Al parecer, se respondieron en silencio, y caminaron al vehículo.

Los dos se prometieron en no pensar en otra cosa que no sean ellos mismos. Así lo hicieron y escucharon música en el radio de él.

Así inició el viaje de Carla y Jorge. En el camino se abrazaron, él le volvió a besar en la frente, y en ese mismo instante, sintió que fue el último gesto de amor que pudo dar en vida. Todo fue oscuridad y desesperación después de la volcadura del bus.

En milésimas de segundos sintieron en sus corazones, cada minuto de sus jóvenes existencias, fue como mirar el pasado y el futuro al mismo tiempo, fue como si alguien te pusiera a los ojos, mil fotografías que graficaban sus vidas, todas al mismo tiempo. Era la muerte que les mostraba todo, fue la señora esquelética vestida de negro que ayudó a ambos a concretar su fuga al infinito. Así fue la fuga de Carla y Jorge.