sábado, enero 19, 2008

A veces sirvo de caballo



Por: Hugo Supo

Suena el despertador del celular, salto de la cama en calzoncillos, para evitar que siga chillando, y aunque sólo fueron segundos, mi hijo esta despierto y dispuesto a no dejarme tiempo para más dormilona. Es sábado aún, y hay que trabajar.

Resignado, regreso a echarme en la cama, él viene de la suya, y me utiliza como su caballo, me cabalga, por los rincones más recónditos de su inocente imaginación. Ignora de las discusiones nocturnas con su madre, o como dicen los estudiosos, lo sabe, pero, disimula muy bien.

Le doy un beso, mientras él me abraza en una posición medio incomoda, siempre cabalgando al equino de su padre, le hago cosquillas en las axilas, carcajea, y me vuelve a abrazar.

Con menos de cuatro años, como tiene él ahora yo no podía haber hecho lo que este niño si. Me ha armado un rompecabezas de cien piezas sin mayor dificultad, me ha dibujado en su cuaderno, y me ha pintado el cabello de color morado. Me ha dicho que está enamorado, aunque poco sabe de mujeres, y sexo.

La flojera se ha adueñado de mí, y entonces decido quedarme en cama, sirviendo de potro amansando para el pequeño. Me duele el estomago, y le pido –mas bien, le ordeno- que se retire, no me hace caso, se ríe, y me sigue cabalgando. No hay remedio, me reacomodo y sigo echado.

Luego de media hora de caballazos, se retira, pues es la hora del desayuno, baja de la cama, corre, y se sienta en su silla preferida para tomar la mazamorra morada; claro, hay que alcanzarle además, pan, y mermelada de fresa, al Principito.

Suena mi celular, mi hijo deja de comer, se dirige a la mesa, coge el aparato, y me lo alcanza.

- Te llaman, me dice,
- Gracias, bebé, le respondo.

Era mi jefe, le explico que no podré llegar temprano, me comprende, y cuelgo la llamada. Seguimos comiendo el pan con mermelada, mientras en la tele pasan la repetición de un programa infantil de Bolivia.

Ya es hora, mi tiempo se acorta, y los rayos del sol me desesperan. Me cambio de ropa, me mojo el cabello, me pongo un gorro, cojo la mochila con mis cachivaches, y me apresto a la despedida.

- ¿Dónde vas papito?, me pregunta,
- A trabajar, para tu guitarra, le explico recordando mi promesa.

Me agacho hasta su altura, me abraza, me da un beso, y me dice chau, le respondo igual. Le recuerdo que lo quiero hasta el azul del cielo, se ríe, y vuelve a sus quehaceres matutinos. Cierro la puerta, pienso en lo feliz que me hace tenerlo, camino a la calle, y confirmó que nunca quise dejarlo de tener.