sábado, enero 12, 2008

Aquella noche del adiós


Por: Hugo Supo

Quiso llorar sin que nadie se diera cuenta. Sus pupilas se humedecieron como si estuviera a punto de repetirse el bíblico diluvio entre sus rojizas mejillas, pero, no pudo, o mas bien, convendría decir, no quiso hacerlo frente al resto. Así que salió, se apresuró en caminar. Por momentos, parecía como si fuera a vomitar en algún baño cercano, caminaba agachadito, casi corriendo.

El cielo se le había adelantado. Caían gotas de lluvia, que no tardaron en empaparlo. No importó, pues siguió huyendo por las inundadas calles de la ciudad. Sus manos eran firmes, parecía que marchaba, como si rabia e impotencia fuera lo que escondiera detrás de esas lagrimas entremezcladas con agua del turbión.

Consultó la hora en su reloj tipo collar que había comprado en la cachina dos días antes. Eran las ocho de la noche, y en la ciudad ya no circulaba gente por la torrencial lluvia que la azotaba. Sólo, las atropelladas combis iban de norte a sur, y viceversa, algunos a velocidad tan exagerada, que cuando pasaban por algún charco, empapaban al incauto que osaba caminar por esas aceras.

Mojado hasta las pantorrillas del pantalón, seguía caminando con rumbo que ni él sabia decidir. Dobló una esquina, caminó la cuadra, y volvió a doblar otra esquina. Sin duda, el verdadero laberinto del que no podía salir estaba en su mente, en su sentir.

Por su rostro caía el agua de lluvia, y quien sabe, las lágrimas que quisieron escapar antes. Su mano derecha enjugó sus mejillas, mientras, trataba de reordenar su desorientada mirada. Paró, y volvió a caminar como si hubiera decidido su destino.

Raúl, un joven de ventitantos años, de procedencia provinciana, no había vivido lo suficiente, como para comprender la desilusión de la primera traición. Trabajaba como asistente administración en una empresita dedicada a la venta de muebles. La noche aquella, su “palomita” como llamaba a su novia Gladys, había sido descubierta por él, en tremendo manoseo con un desconocido. El mundo se le hizo mierda. No lo podía creer. Así que huyó.

A dieciséis cuadras de donde esa noche estaba Raúl, en la misma mueblería donde se ganaba el sencillo para su soñado matrimonio con Gladys, la tormenta había empezado a cesar, las calles se habían convertido en riachuelos pequeños, que dejaban intransitable esas vías. Ella, marcaba al celular de Raúl, pero, éste no respondía, ninguna explicación o consuelo valía en ese momento.

Gladys, tenía veintisiete años, pero, curiosamente lucia como de veinte. Su esponjado cabello le hacía parecer que tuviera la cabeza más grande de lo normal. Esa noche, vestía blue jean, una casaca gruesa color blanco, que ayudaba a iluminar esa coqueta mirada.

Si, sus ojos, parecía que sonreían todo el tiempo, aunque sus labios estuvieran melancólicos, las pupilas de esta “palomita” llenaban de alegría cualquier aposento.

Desde pequeña había vivido lejos de sus padres, la vida es difícil, hay que saber ganársela, solía decir, mientras le sonreía a algún cuarentón, en quien había fijado su nuevo blanco. Su concepto era simple: Olvidar, y tratar a los amigos de ayer como los enemigos de hoy. Por momentos, su bella figura, se combinaba con una maliciosa intención de dañar a propósito a los incautos, como si se tratara de una loba herida.

Sus días transitaban así, hasta que al cumplir veinticuatro, Raúl, se le cruzó en el camino. Se enamoraron sinceramente, pero, las malas mañas, no pudieron desprenderse de ella. A pesar de sus profundos sentimientos para con él, siempre cometía el mismo error, aunque ahora lo hacia con mayor precaución.

Esa noche, pudo evitarlo, pero, las circunstancias le jugaron una mala pasada. Un nuevo enamorado, a quien estaba a punto de sacarle un billetón, le había hecho caer en su propia trampa, llevándole donde Raúl.


Enfurecido, Raúl, seguía caminando, estaba cerca del río, en las afueras de ciudad, pero, lo hacia con más calma que antes, la rabia pasaba como la lluvia, después de mojar sus tormentosos pensamientos.

El paisaje del río, siempre le había atraído como un imán a su metal más preferido; Raúl, no sabia, si permanecer allí, o correr a algún paraje desconocido, pues, seguramente Gladys, le buscaría allí. Tan bien como se conocían los dos.

Tan pronto como se decidió, volteó la mirada, y quiso echarse a andar. Entonces, dio cuenta, que ella estaba a unos pasos, como esperándole en medio de sus vergüenzas. Ambos se miraron fijamente, habrán sido simplemente, milésimas de un segundo.

Las palabras faltaron en esa ocasión, él, herido en sus profundidades, atinó a caminar sin murmuraciones, y ella, quedó estática, abandonada con sus confusas emociones. Se traspasaron, y dejaron que cada historia fluya por sus propios rumbos.

Han pasado diez años desde esa noche. Raúl, radica ahora en otra ciudad, tiene una hija de tres años, y esposa. Gladys, por su parte, no se ha vuelto a enamorar, pero, persiste con sus andadas, aunque el negocio ha bajado, tanto como ha subido su edad.


Y cuando cae tormenta, cuando el agua baja a cantaros del cielo, ambos se recuerdan, miran el horizonte, y a veces suspiran al mismo tiempo.