domingo, noviembre 16, 2008

Deja Vu


Por: Hugo Supo

La primera vez que besé a Diana, también fue la primera vez que puse mis labios en los de una mujer. Aquel beso fue a lo tosco, a lo chusco, a lo marginal y directo. No hubo palabras de amor, ni poemas, ni rosas de por medio. Nada ayudó a ensalzar aquella declaración.

Fue una noche de jueves, cerca de la discoteca Cerebro, luego que Yanina -nuestra cupido- se asegurara de que nadie nos estorbara. Una excusa tonta, Yanina se fue, y el camino quedó libre. Las calles serian los únicos testigos de ese andar.

Diana fue linda -pienso que lo sigue siendo-, inteligente, y con una anatomía suficientemente desarrollada, como para poner a punto a cualquier adolescente enamoradizo que buscaba iniciar su vida amoril antes de la universidad.

Le gustaba el color rosado, y cuando se lo pedía, solía dejarse la cabellera libre para que el viento juegue con ella. Era –tengo que aceptarlo- un poco alta para mi, o yo demasiado chato para ella. Pero nos gustábamos.

Nunca competí con nadie por ella, ni ella tuvo la necesidad de hacerlo por mí. Éramos en ese tiempo la parejita ideal. Los chicos del salón sospechaban de nuestro inicio de idilio, o pensaban que algún día debíamos de tenerlo.

Esa noche, luego que Yanina se fue, el camino se hizo corto. Diana me preguntó cosas que ya no recuerdo y a mi turno, yo hice lo mismo con ella.

- Y ¿por dónde vives?
- Por el Pedagógico
- O sea ¿tienes que irte en carro? ¿No podemos caminar?.
- No creo, ya es muy noche.

Tenia que besarla, era la única manera de expresar lo que me estaba haciendo sentir. Si mis labios no podían tejer palabras para decirle que la amaba, podían posarse en los suyos. Esa fue mi estrategia.

La sorprendí al final de la calle, la empuje a la pared, y luego de coger sus manos con las mías, me ensalivé con ella.

No me dio de cachetadas porque ella también esperaba aquel beso. En otras circunstancias, me hubiera quedado parado a media calle con los pómulos enrojecidos por el dolor, dejado por unas enfurecidas palmas.

Nos besamos un par de veces más, y luego tuve que despedirla, pues su padre la esperaba en casa. Nunca le pregunté si quería ser mi enamorada, nunca se lo pedí, sólo se supone que lo fuimos después de ese instante.

Al día siguiente no cruzamos palabra hasta la hora de la salida, toda la mañana me sentí atado, como me imagino se siente un recién casado. Tener enamorada entonces, se convirtió en toda una responsabilidad (amerita otra historia).

Aquella declaración de amor a Diana, fue en los años siguientes como un constante Deja Vu en mi existencia. Tengo la mala maña de no hablar con palabras en los momentos iniciales del amor. Nunca me declaré a una mujer, siempre me ganaron los labios, no para hablar, sino para besarlas.