miércoles, octubre 08, 2008

Mis ojotas



Por. Hugo Supo

El día en el que me iban a comprar mis ojotas me desperté temprano. Fue un pedido especial que hice a mi hermana, todos los niños de Quiquira los usaban, y yo me sentía desubicado con las zapatillas “Sin Fin” que papá me había regalado. Esa mañana fui a despedirla, pues viajaba a la ciudad antes del amanecer. Le recordé mi encargo.

Tenía en ese tiempo nueve años, y a esa edad tuve que irme de Juliaca para radicar por algunos años en la espesura selva de Sandia.

- Tienes que cuidar bien a tu hermana. Dijo papá antes de despedirme en el paradero de camiones de donde me despacharon.

Aquel viaje me tomó por sorpresa y el tiempo no me alcanzó para llevarme mis cositas. Tuve un camioncito de plástico al que apreciaba mucho por que fue el último regalo que papá Celestino me había dado, tuve una bolsita en el que guardaba las canicas que gané en los juegos con los amigos del barrio, tuve unas viejas ojotitas que solía ponerme después de regresar de la escuela, pero todo se quedó lejos de mí.

Aquella mañana en el que me compraron las nuevas ojotas, mi hermana se fue a la capital de la provincia, viajó temprano y me encargó portarme bien. Debía ir a la pensión de la vecina para desayunar, a almorzar, y luego debía hacer las tareas.

Esperé con ansias el retorno de mi mayor, hice todo como me lo pidió e incluso me encargue de la limpieza de la habitación que alquilábamos en ese pueblito. En la escuela, salí al recreo a jugar con mis compañeros de salón, todavía con las zapatillas puestas en mis pies.

Me sentía extraño con ese calzado, pues todos a mí alrededor –por lo menos todos los de mi edad- tenían ojotas. Cuando esa mañana jugamos un partido de fútbol en la terrosa cancha de la escuela, noté que me miraban los pies, me puse nervioso y con razón fallé el único gol que en otras circunstancias hubiera anotado.

No me quedó más remedio que echarle la culpa a mis zapatillas “Sin Fin”, los miré y los maldije, mientras a los lejos escuché que también me maldecían.

- Eres un huevón de mierda. Escuché desde el anonimato bullicio.

Recuerdo que en el resto del partido, apenas pude tocar la pelota. Era producto de la desconfianza de verme fracasado con mis zapatillas, y ver triunfar a los otros con sus ojotas desclavadas.

Por eso crecieron las ansias de tener mi propio par de ojotas. Mi hermana llegó como a las cinco de la tarde, y finalmente cumplió con su palabra, tenía en mis manos ese par de jebes con los que pude recobrar la confianza en mis pies.

Es tarde, volví a la chancha, regresé dispuesto a cobrar mi revancha, quería anotar ese gol que horas antes se me había escapado, tenia las ojotas nuevas puestas y estaba dispuesto a hacerlo. Jugamos hasta las ocho de la noche, anote tres goles.

Desde entonces, y durante los siguientes dos años que viví en Quiquira no dejé de usar esas sandalias que hoy recuerdo con aprecio, y que ahora he cambiado por unos zapatos baratos de contrabando.